Diario de a bordo, Travesía 86/ "THE BRUTALIST"

 


Querido Diario:

 

Este embrutecido Navegante debe confesar que ha sobrevivido indemne a las tres horas y treinta y cinco minutos durante los que se prolonga una de las películas favoritas a los Oscar de este año, “The Brutalist”…

 

Lo primero que es preciso hacer al plantear un comentario sobre “The Brutalist” es explicar de dónde demonios viene ese título tan peculiar.  Pues bien, el brutalismo es un estilo de arquitectura que se desarrolló a mediados del siglo XX y cuyas características son el minimalismo y la utilización de materiales desnudos, en bruto, como el hormigón y el ladrillo visto, a menudo sin pintar ni enlucir.  El protagonista de la película es exactamente eso, un brutalista, un genio de la arquitectura que, truncada su brillante carrera desarrollada en su Hungría natal a causa del nazismo y de su condición de judío, se ve obligado a emigrar a los Estados Unidos, en donde poco a poco y a pesar del rechazo y de la xenofobia, le van surgiendo tímidas ocasiones para manifestar su enorme talento…

 

Durante las últimas semanas, casi todo el mundo habrá oído hablar de la película “The Brutalist”, debido a la multitud de críticas elogiosas que está recibiendo, a los tres Globos de Oro que ganó y las diez nominaciones al Oscar que le aguardan, y también a causa de su amedrentadora duración: tres horas y treinta y cinco minutos, con un descanso de quince para poder estirar las piernas o vaciar la vejiga.  Enseguida se ha creado en torno a ella un clima de fervor casi religioso (“El Cine ha vuelto”, rezaba un titular) que ha hecho que todo el que se considere mínimamente cinéfilo se sienta obligado a ir a verla y acuda con unas expectativas absolutamente desorbitadas.  Las decepciones están siendo, también, de proporciones épicas.  “El brutalista” no es “Lo que el viento se llevó”, ni “Ben-Hur”, ni “El Padrino” ni “Lawrence de Arabia”.  Es otro tipo de cine muchísimo menos comercial y familiar, una película dividida en dos partes por el citado intermedio pero que, digámoslo ya, se va desinflando y va perdiendo interés y credibilidad conforme pasan los minutos, llegando a ser la segunda parte poco menos que perjudicial para los logros que se habían alcanzado con la primera.  Hombre, si tú eres muy, pero que muy entendido en cine, te van a maravillar el tratamiento de la luz, las escenas en claroscuro, los fabulosos planos secuencia, el diseño de producción, el vestuario y la música dramática y nada convencional y, desde un punto de vista técnico, es innegable que nos hallamos ante una auténtica obra de arte.  Ahora bien, para contar la misma historia, el realizador y co-guionista Brady Corbet podría haberse ahorrado muchísimo, pero muchísimo metraje superfluo que personalmente no me aburrió, pero que pienso que enlentece deliberadamente el ritmo de un film cuyos valores lo podían haber hecho accesible para un público más mayoritario.  Y cuando averiguas que en ningún caso se trata de una película basada en hechos reales, que el tal László Tóth jamás existió tal y como te lo presentan aquí (en realidad sí hubo un László Tóth, pero no era un brutalista sino un bárbaro y su única relación con el arte se debe a que pretendió acabar a martillazos con La Piedad de Miguel Angel) y que, por tanto, todo es ficción pura y dura, te preguntas a santo de qué vienen esas secuencias sexuales tan feas y ridículas o esa violación de un hombre a otro tan absurda como mal ejecutada.  Adrien Brody, en un registro muy similar al que ya le valió el Oscar por “El Pianista”, es favorito de nuevo, pero falta por saber si jugará en su contra el hecho de que se haya mejorado su pronunciación en húngaro gracias a la inteligencia artificial.  Le acompañan Felicity Jones como su esposa paralítica y un genial Guy Pearce que espero sea recompensado.  “El brutalista”, una maravilla no apta para todos los paladares, podría haber sido más maravillosa si su director Brady Corbet hubiese sido un poquitín menos genial y ambicioso, pero hay en ella mucho y buen cine…  aunque sea cine en bruto.

 

Hasta aquí puedo leer, mi querido Diario, y me despido hasta la siguiente entrada.

por

El Navegante




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